Cuando creía colmada el ánfora de la incredulidad, la noticia de un nuevo y brutal caso de violencia en el ámbito familiar la desborda, poniendo de manifiesto como la frontera entre el comportamiento racional y la más absoluta barbarie, de existir, queda delimitada por una línea quebradiza y difusa, rebasada la cual se accede al ostracismo de un mundo de sombras, de violencia, de sangre, de olvido y locura.
Únicamente con el alma emponzoñada y con el juicio ausente, un hombre podría planear y ejecutar con sus propias manos, a martillazos, a dos criaturas, como Saturno, mitológico y despiadado, devorando a sus propios hijos.
Esta atrocidad, pone de manifiesto el palmario fracaso de los educandos, de los mecanismos de control social primarios, que constituyen la familia y el sistema educativo, y cuyo principal cometido es inculcar en el individuo, valores básicos como la convivencia pacífica o el respeto a la vida.
La ausencia de valores sólidos sobre los que establecer un patrón de conducta acorde con su entorno social, imposibilita al individuo para resolver problemas cotidianos a través de los cauces normales propios de la convivencia ( el dialogo, la discusión... ) y queda objetivada por la facilidad con que las ataduras, los frenos morales que impiden al ser humano comportarse como las bestias, se diluyen, transformando al sujeto en un ser primario, atávico, incapaz de resistirse al designio de su instinto, o al antojo de sus impulsos.
Este depredador urbano involuciona hasta transformar su esfera más íntima, su propio hogar, en un ámbito tribal, en el que predomina la ley del más fuerte, donde el macho dominante, el jefe del clan, válida su posición a través de la única pauta que no atiende a razones, ni precisa explicación, el ejercicio de la fuerza.
Instaurado en el reino del terror doméstico, el cazador ya no precisa justificar su conducta, no existe razonamiento, ni dialogo, ni sentido común, nada obedece a otro patrón que no sea el capricho de su voluntad.
Con el miedo como aval, este “ señor de las moscas “ como los cazadores en la novela de William Golding, cosifica y subordina a aquellos de los que se nutre para mantener su status de prevalencia, su propia familia, a los que considera un trofeo, una propiedad.
Desde esta perspectiva, la mera posibilidad de abandono es inaceptable, pues implica de un lado la sublevación de aquellos a los que considera “ a su servicio“ y de otro lado la perdida del rol de fuerza. El cazador no barre, ni plancha, ni hace la colada, ni viste a los niños... el abandono va a poner de manifiesto su mediocridad, su incapacidad social, y no ha de permitirlo
La violencia, para este ser, queda justificada pues la ejerce sobre su propiedad y es como él bien sabe, el único medio para camuflar su inoperancia social.
Pautar para este tipo de delincuentes terapias reeducativas es, a mi juicio, una tarea baldía. En individuos en los que los años de educación básica, y la ulterior experiencia social no han logrado cimentar valores acordes con la realidad social de su entorno, la mera asistencia a determinados cursos o charlas, no va a lograr una reconducción conductual efectiva.
El tratamiento de este delincuente convencido, debe tener como principal meta la inocuización. La terapia coactiva, ejercida desde el marco del imperio de la ley, cumple con dichas metas además de servir a los fines de prevención general de la pena, que en el caso de estas conductas sería acorde con la alarma social que generan.
No olvido que la propia Constitución Española establece que la pena también ha de estar orientada hacia la reinserción del individuo, y en ese sentido no se debe impedir que el condenado por uno de estos hechos a lo largo de cumplimiento efectivo e íntegro de toda su condena pueda asistir a cursos o terapias que posibiliten su ulterior reinserción social.
Fdo: José Sánchez Martí. 01-05-2005
Columna de opinión personal de José Sánchez Martí. Agente de policía. Criminólogo. Diplomado en Ciencias Policiales.
Únicamente con el alma emponzoñada y con el juicio ausente, un hombre podría planear y ejecutar con sus propias manos, a martillazos, a dos criaturas, como Saturno, mitológico y despiadado, devorando a sus propios hijos.
Esta atrocidad, pone de manifiesto el palmario fracaso de los educandos, de los mecanismos de control social primarios, que constituyen la familia y el sistema educativo, y cuyo principal cometido es inculcar en el individuo, valores básicos como la convivencia pacífica o el respeto a la vida.
La ausencia de valores sólidos sobre los que establecer un patrón de conducta acorde con su entorno social, imposibilita al individuo para resolver problemas cotidianos a través de los cauces normales propios de la convivencia ( el dialogo, la discusión... ) y queda objetivada por la facilidad con que las ataduras, los frenos morales que impiden al ser humano comportarse como las bestias, se diluyen, transformando al sujeto en un ser primario, atávico, incapaz de resistirse al designio de su instinto, o al antojo de sus impulsos.
Este depredador urbano involuciona hasta transformar su esfera más íntima, su propio hogar, en un ámbito tribal, en el que predomina la ley del más fuerte, donde el macho dominante, el jefe del clan, válida su posición a través de la única pauta que no atiende a razones, ni precisa explicación, el ejercicio de la fuerza.
Instaurado en el reino del terror doméstico, el cazador ya no precisa justificar su conducta, no existe razonamiento, ni dialogo, ni sentido común, nada obedece a otro patrón que no sea el capricho de su voluntad.
Con el miedo como aval, este “ señor de las moscas “ como los cazadores en la novela de William Golding, cosifica y subordina a aquellos de los que se nutre para mantener su status de prevalencia, su propia familia, a los que considera un trofeo, una propiedad.
Desde esta perspectiva, la mera posibilidad de abandono es inaceptable, pues implica de un lado la sublevación de aquellos a los que considera “ a su servicio“ y de otro lado la perdida del rol de fuerza. El cazador no barre, ni plancha, ni hace la colada, ni viste a los niños... el abandono va a poner de manifiesto su mediocridad, su incapacidad social, y no ha de permitirlo
La violencia, para este ser, queda justificada pues la ejerce sobre su propiedad y es como él bien sabe, el único medio para camuflar su inoperancia social.
Pautar para este tipo de delincuentes terapias reeducativas es, a mi juicio, una tarea baldía. En individuos en los que los años de educación básica, y la ulterior experiencia social no han logrado cimentar valores acordes con la realidad social de su entorno, la mera asistencia a determinados cursos o charlas, no va a lograr una reconducción conductual efectiva.
El tratamiento de este delincuente convencido, debe tener como principal meta la inocuización. La terapia coactiva, ejercida desde el marco del imperio de la ley, cumple con dichas metas además de servir a los fines de prevención general de la pena, que en el caso de estas conductas sería acorde con la alarma social que generan.
No olvido que la propia Constitución Española establece que la pena también ha de estar orientada hacia la reinserción del individuo, y en ese sentido no se debe impedir que el condenado por uno de estos hechos a lo largo de cumplimiento efectivo e íntegro de toda su condena pueda asistir a cursos o terapias que posibiliten su ulterior reinserción social.
Fdo: José Sánchez Martí. 01-05-2005
Columna de opinión personal de José Sánchez Martí. Agente de policía. Criminólogo. Diplomado en Ciencias Policiales.
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el domingo, mayo 01, 2005
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